En algún momento de nuestra vida, todos hemos sentido la necesidad de controlar lo que nos rodea. Nos obsesionamos con un plan, una meta, o un deseo, creyendo que, si ponemos suficiente esfuerzo, el mundo cederá a nuestra voluntad. Sin embargo, la realidad suele demostrar lo contrario: las mejores cosas en la vida no llegan a través de la fuerza, sino cuando aprendemos a confiar en el tiempo y las circunstancias.
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Pensar que podemos apurar el curso natural de las cosas es como tratar de abrir un capullo de flor antes de que esté listo. Forzamos sus pétalos con impaciencia, y en el proceso, lo que podría haber sido hermoso se marchita. La vida tiene su propio ritmo, y pretender ir en contra de él no solo nos desgasta, sino que también nos hace perder de vista la riqueza que hay en el proceso.
Esta lección está profundamente arraigada en la naturaleza misma. Un agricultor puede preparar la tierra, sembrar y cuidar sus cultivos, pero sabe que no puede controlar la lluvia ni forzar la maduración de los frutos. La paciencia, más que una virtud, es una forma de sabiduría: no se trata de rendirse, sino de aprender a esperar el momento adecuado.
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En las relaciones humanas, este principio cobra una dimensión aún mayor. El amor, la confianza, la amistad… Ninguno de estos tesoros puede ser exigido o manipulado. Cuando intentamos forzar un vínculo, lo que obtenemos es algo frágil, superficial. En cambio, cuando dejamos que las cosas surjan con naturalidad, los lazos se construyen sobre bases firmes, auténticas.
Jesús también habló de esta realidad. En sus enseñanzas, encontramos la invitación a soltar nuestras preocupaciones sobre el futuro y enfocarnos en lo que hoy podemos hacer. Es un llamado a confiar, no desde la pasividad, sino desde la certeza de que no estamos solos en el camino, y que hay un propósito más grande que nosotros mismos.
Es curioso cómo, al dejar de forzar las cosas, también dejamos de resistirnos a la vida. Aprendemos a fluir, como lo hace un río que no se detiene ante las piedras, sino que las abraza en su camino. Este no es un acto de debilidad, sino de fuerza: la capacidad de adaptarnos sin perder nuestra esencia.
Así, vivir sin forzar se convierte en un acto de libertad. Nos libera del peso de la ansiedad, de la urgencia por controlar lo incontrolable, y nos permite disfrutar del viaje tal como es. Porque, al final, las cosas más valiosas llegan cuando dejamos de luchar por ellas y simplemente nos permitimos recibirlas.
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